GRADO NOVENO

El bosque animado,   Wenceslao Fernández Flórez

(...)
Un día llegaron unos hombres a la fraga* de Cecebre, abrieron un agujero, clavaron un poste y lo aseguraron apisonando guijarros y tierra a su alrededor. Subieron luego por él, prendiéronle varios hilos metálicos y se marcharon para continuar el tendido de la línea.
Las plantas que había en torno del reciente huésped de la fraga permanecieron durante varios días cohibidas son su presencia, porque ya se ha dicho que su timidez es muy grande. Al fin, la que estaba más cerca de él, que era un pino alto, alto, recio y recto, dijo:
--Han plantado un nuevo árbol en la fraga.
Y la noticia, propagadas por las hojas del eucalipto que rozaban al pino, y por las del castaño que rozaban al eucalipto, y por las del roble que tocaban las del castaño, y las del abedul que se mezclaban con las del roble, se extendió por toda la espesura. Los troncos más elevados miraban por encima de las copas de los demás, y cuando el viento separaba la fronda, los más apartados se asomaban para mirar.
--¿Cómo es? ¿Cómo es?
--Pues es –dijo el pino—de una especie muy rara. Tiene el tronco negro hasta más de un vara sobre la tierra, y después parece de un blanco grisáceo. Resulta muy elegante.
--¡Es muy elegante, muy elegante!  --transmitieron unas hojas a otras.
--Sus frutos  --continuó el pino fijándose en los aisladores—son blancos como las piedras de cuarzo y más lisos y más brillantes que las hojas del acebo.
Dejó que la noticia llegase a los confines de la fraga y siguió:
--Sus ramas son delgadísimas y tan largas que no puedo ver dónde terminan. Ocho se extienden hacia donde el sol nace y ocho hacia donde el sol muere. Ni se tuercen ni se desmayan, y es imposible distinguir en ellas un nudo, ni una hoja ni un brote. Pienso que quizá no sea ésta su época de retoñar, pero no lo sé. Nunca vi un árbol parecido.
Todas las plantas del bosque comentaron al nuevo vecino y convinieron en que debía de tratarse de un ejemplar muy importante. Una zarza que se apresuró a enroscarse en él declaró que en su interior se escuchaban vibraciones, algo así como un timbre que sonase a gran distancia, como un temblor metálico del que no era capaz de dar una descripción más precisa porque no había oído nada semejante en los demás troncos a os que se había arrimado. Y esto aumentó el respeto en los otros árboles y el orgullo de tenerlo entre ellos.
Ninguno se atrevía a dirigirse a él, y él, tieso, rígido, no parecía haber notado las presencias ajenas. Pero una tarde de mayo el pino alto, recio y recto se decidió...sin saber cómo.  Su tronco era magnífico y valía muy bien veinte duros, aunque él ni siquiera lo sospechaba y acaso, de saberlo, tampoco cambiase su carácter humilde y sencillo. El caso es que aquella tarde fue la más hermosa de la primavera; las hojas, de un verde nuevo, eran grandes ya y cumplían sus funciones con el vigor de órganos juveniles; la savia recogía del suelo húmedo sustancias embriagadoras; todo el campo estaba lleno de flores silvestres y unas nubecillas se iban aproximando con lentitud al Poniente, preparándose para organizar una fiesta de colores al marcharse el sol. Quiso la suerte que una leve brisa acudiese a meter sus dedos suaves entre la cabellera de la fronda, tupida y olorosa como la de una novia, y bajo aquella caricia la fraga ronroneó un poquito, igual que un gato al que rascasen la cabeza, y luego se puso a cantar.
[...]
El poste crujió:
--¿Para qué quiero yo sostener nidos de pájaros y soportar sus arrullos y aguantar su prole? ¿Me ha tomado usted por una nodriza?¿Cree que soy capaz de alcahuetear amoríos? Puesto que usted me habla de ello, le diré que repruebo esa debilidad que induce a los árboles de este bosque a servir de hospederos a tantas avecillas inútiles que no alcanzan más que a gorjea. Sepa de una vez para siempre que no se atreverán a faltarme al respeto amasando sobre mí briznas de barro. Los pájaros que yo soporto son de vidrio o de porcelana, y no les hacen falta plumajes de colorines, ni lanzarán un trino por nada del mundo. ¿Cómo podría yo servir a la civilización y al progreso si perdiese el tiempo con la cría de pajaritos?
Estas palabras circularon en seguida por la fraga, y los árboles hicieron lo posible por desprenderse de los nidos y para ahogar entre sus hojas el charloteo de los huéspedes alados que iban a posarse en las ramas.
Sobre el tronco del pino resbalaron una vez diáfanas gotas de resina que quedaron allí, inmovilizadas, como una larga sarta de brillantes. De ellas arrancaba el sol destellos de los siete colores, y el pino estaba satisfecho de ser –tan esbelto, tan oloroso y tan enjoyado— una maravilla viviente.
--¿Se ha fijado usted en mis collares? –se atrevió a preguntar al vecino.
--Sí –aprobó esta vez el poste--; claro que usted llama collares a lo que no son más que gotas de resina. Pero la resina es buena: es aisladora (el pino ignoraba de qué), y es más digno producirla que dedicarse a dar castañas, como ese árbol gordo que está detrás de usted. Cierto es que, por muchos esfuerzos que usted haga, no conseguirá crear un aislador tan bueno como los míos, pero algo es algo. Le aconsejo que se deje dar unos cortes en el tronco, a un metro del suelo, y así segregará más resina.
--¿No será muy debilitante? –temió, estremeciéndose el pino.
--Naturalmente, debilita mucho, pero resulta más serio. No crea usted que eso se opone a hacer una buena carrera.
--¡Ah! –exclamó el árbol, que seguía sin entender.
--Hasta la favorece, si se me apura. Conocí varios pinos que fueron sangrados abundantemente, que trabajaron desde su edad adulta para la Resinera Española. Y ahí los tiene usted ahora con muy buenos puestos en la línea telegráfica del Norte, dedicados también a la ciencia.
Aquel año los vendavales de invierno fueron prolongados y duros. Durante varios días seguidos los árboles no conocieron el reposo. Incesantemente encorvados, cabeceando y retorciéndose, llenaban el bosque del ruido siniestro de sus crujidos y del batir de sus ramas. Les era imposible descansar de tan violento ejercicio y sus hojas secas, arrebatadas por el huracán, parecían llevar demandas de socorro. Temblaban desde las raíces hasta las más débiles ramas, y el viento no se compadecía. A la tercera noche, un cedro no pudo más y se desplomó, roto. Las ramas de algunos compañeros próximos intentaron sostenerlo, pero estaban cansadas también y se quebraron y se dejaron resbalar hasta el suelo al bello gigante, con un golpe que resonó más allá de la fraga. Todo fue duelo. El hueco que deja en un bosque un árbol añoso es tan entristecedor y tan visible como el que deja un muerto en su hogar. Únicamente el poste pareció alegrarse.
--Al fin se decidió a cumplir su destino –declaró--. Ahora podrán hacerse de él muy hermosas puertas, que es para lo que había nacido; no para esconder gorriones y para tararear tonterías. Y ustedes aprendan  de él. ¿Qué hace ahí ese nogal? Otros muchos más jóvenes he tratado yo cuando se estaban convirtiendo en mesas de comedor y en tresillos para gabinete. ¿Y aquel castaño gordo, tan pomposo y tan inútil? ¿A qué espera para dar de sí varios aparadores? ¡Pues me parece a mí que ya es tiempo de que tenga juicio y piense en trabajar gravemente! ¡Vaya una fraga ésta! ¡No hay quien la resista! Si yo no estuviese absorto  en mis labores técnicas, no podría vivir aquí.
Los pareceres de aquel vecino tan raro y solemne influyeron profundamente en los árboles. Las mimbreras se jactaban de tener parentesco con él porque sus finas y rectas varillas semejábanse algo a los alambres; el castaño dejó secar sus hojas porque se avergonzaba de ser frondoso; distintos árboles consintieron en morir para comenzar a ser serios y útiles, y todo el bosque, grave y entristecido, parecía enfermo, hasta el punto de que los pájaros no lo preferían ya como morada.
Pasado cierto tiempo, volvieron al lugar unos hombres muy semejantes a los que habían traído el poste; lo examinaron, lo golpearon con unas herramientas, comprobaron la fofez de madera carcomida por larvas de insectos, y lo derribaron. Tan minado estaba, que al caer se rompió.
El bosque hallábase conmovido por aquel tremendo acontecimiento. La curiosidad era tan intensa que la savia corría con mayor prisa. Quizá ahora pudieran conocer, por los dibujos del leño, la especie a que pertenecía aquel ser respetable, austero y caviloso.
--¡Mira e infórmanos! –rogaron los árboles al pino.
Y el pino miró.
--¿Qué tenía dentro?
Y el pino dijo:
--Polilla.
--¿Qué más?
Y el pino miró de nuevo:
--Polvo.
--¿Qué más?
Y el pino anunció, dejando de mirar:
--Muerte. Ya estaba muerto. Siempre estuvo muerto.
Aquel día el bosque, decepcionado, calló. Al día siguiente entonó la alegre canción en que imita a la presa del molino. Los pájaros volvieron. Ningún árbol tornó a pensar en convertirse en sillas y en trincheros. La fraga recuperó de golpe su alma ingenua, en la que toda la ciencia consiste en saber que de cuanto se puede ver, hacer o pensar, sobre la tierra, lo más prodigioso, lo más profundo, lo más grave es esto: vivir.
           



El corazón delator, de Edgar Allan Poe
¡Es verdad! He sido nervioso; muy nervioso, tremendamente nervioso. Y lo soy aún. Con la enfermedad mis sentidos se agudizaron, no se destruyeron ni embotaron. Y por encima de todos estaba la agudeza de mi oído. Oía todo cuanto hay que oír en el cielo y en la tierra. Y oía muchas cosas en el infierno. Entonces... ¿cómo puedo estar loco? Escuchen y vean con qué cordura, con qué calma les puedo contar toda la historia.
            No me es posible decir cómo me vino la idea a la cabeza por primera vez.  Pero sí que una vez concebida me obsesionó día y noche. No había ningún motivo. No tenía ninguna pasión. Yo quería al viejo. Nunca había sido injusto conmigo. Jamás  me había insultado. Yo no deseaba su oro. ¡Creo que fue su ojo! Sí, eso fue. Tenía un ojo de buitre, un ojo azul pálido recubierto con una telilla. Cada vez que este ojo caía sobre mí se me helaba la sangre. Y así, paso a paso, muy gradualmente, me decidí a matar al viejo y librarme de este modo, para siempre, de aquel ojo.
            Y aquí está lo más importante. Ustedes suponen que estoy loco pero los locos no saben nada. En cambio... ¡tendrían que haberme visto! ¡Deberían haber visto qué atinadamente actué! ¡Con qué precaución, con qué previsión, con qué disimulo fui realizando mi trabajo!
            Nunca estuve tan amable con el viejo como durante toda la semana anterior a matarlo. Cada noche, hacia las doce, giraba el picaporte de su puerta y la abría, ¡con toda suavidad! Hasta tener una abertura suficiente para que cupiera mi cabeza y entonces, introducía una linterna sorda, cerrada, totalmente cerrada, para que no se filtrara ni un rayo de luz; después metía mi cabeza. ¡Oh! os hubierais reído de ver con cuánta astucia lo hacía. La movía despacio... muy, muy despacio... para no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora introducir toda la cabeza por la abertura hasta poder verlo tumbado en su cama. ¡Eh? ¿Habría sido un loco tan prudente? Y cuando ya la tenía toda dentro del cuarto iba abriendo la linterna con mucha cautela, ¡oh, sí! muy, muy cautelosamente, porque las bisagras chirriaban, hasta que un tenue rayo de luz caía sobre el ojo de buitre. Esto lo hice durante siete largas noches, cada noche a las doce en punto, pero siempre encontré el ojo cerrado y me fue imposible realizar mi trabajo, porque no era el viejo el que me exasperaba, sino su Mal de Ojo. Y después cada mañana, al romper el día, entraba decidido en su habitación y le hablaba animosamente, llamándole cariñosamente por su nombre y preguntándole cómo había pasado la noche.  Como pueden ver ustedes, tendría que haber sido un viejo muy sagaz para sospechar que cada noche, exactamente a las doce, yo le observaba mientras dormía.
            En la octava noche abrí la puerta con más cautela que nunca. El minutero de un reloj se mueve más deprisa de lo que yo me movía. Nunca, hasta aquella noche había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas podía contener mi sentimiento de triunfo. ¡Pensar que estaba allí abriendo la puerta poco a poco y él ni siquiera soñaba con mis actos y pensamientos secretos! Ante esta idea sonreí entre dientes y, quizás, él me oyó, porque de pronto se movió en la cama como si se sobresaltara. Ustedes pensaran que me volví atrás, pero no. Su cuarto estaba tan negro como la boca de un lobo (ya que los postigos tenían pasado el cerrojo por miedo a los ladrones y yo sabía que él no podía ver la abertura de la puerta, así que continué empujándola constantemente, constantemente.
            Tenía ya la cabeza dentro y estaba a punto de abrir la linterna cuando mi dedo resbaló sobre el cierre de hojalata y el viejo se incorporó en la cama gritando: ¿Quién está ahí?
            Me mantuve completamente quieto y sin decir palabra. Durante toda la hora no moví un músculo y en todo este tiempo no le oí volver a acostarse. Permanecía sentado en la cama escuchando; como yo había hecho noche tras noche sintiendo en la pared el tic-tic de la carcoma que presagia la muerte.
            Al poco rato oí un débil gemido y conocí que era el gemido de un terror mortal.  No era un gemido de dolor o de aflicción, ¡oh, no!, era el sonido grave y ahogado que brota del fondo del alma abrumada por el terror. Yo lo conocía muy bien. Muchas noches, exactamente a media noche, cuando el mundo entero dormía, salió del fondo de mi alma redoblando con su espantoso eco los terrores que me trastornaban. Sí, lo conocía bien. Sabía lo que sentía el viejo y tuve pena de él, aunque para mis adentros me reía. Supe que había estado despierto desde el primer ruido ligero, cuando se revolvió en la cama. Estuvo tratando de imaginar que no tenía importancia, pero no lo consiguió. Se diría: “Es sólo el viento en la chimenea; no es más que un ratón que cruza por el suelo”, o “tan sólo un grillo que chirrió sólo una vez”. Sí, trataría de reconfortarse con estas suposiciones. Pero todo fue en vano. Todo en vano; porque la Muerte, acercándose a él furtivamente, extendió su negro manto y lo envolvió. Y la lúgubre influencia de esta imperceptible sombra fue la que le hizo sentir, porque ni vio ni oyó, la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
            Cuando hube esperado un largo rato, pacientemente, sin oír que se acostara de nuevo, decidí abrir una rendija pequeña, muy pequeña, en la linterna. Y la abrí, ¡no se imaginan ustedes con qué cautela! ¡cuán cautelosamente!, hasta que al fin un débil rayo de luz, como el hilo de una araña, salió de la ranura y dio de lleno en el ojo de buitre.
            Estaba abierto, desorbitadamente abierto, y mientras lo miraba fijamente me iba enfureciendo. Lo veía con toda claridad: todo de un pálido azul con el odioso velo sobre él, que helaba hasta el tuétano de mis huesos. Pero no veía nada más de la cara o el cuerpo del viejo, porque instintivamente había dirigido el rayo de luz sobre el punto maldito.
            Y ahora bien, ¿no les había dicho yo que lo que toman equivocadamente por locura es sólo una hipersensibilidad de los sentidos? Pues bien, en aquel momento, como les digo, llegó a mis oídos un sonido rápido, monótono, y ahogado como el de un reloj envuelto en algodones. También conocía yo aquel sonido. Era el latir del corazón del viejo que aumentó mi furor como el redoble de un tambor estimula el coraje del soldado.
            Aún entonces me contuve y permanecí callado.  Apenas si respiraba y sostenía la linterna inmóvil. Traté de mantener el rayo de luz sobre el ojo todo lo fijo que pude. Y mientras tanto el infernal palpitar del corazón aumentó. A cada instante era más y más rápido y más y más fuerte. ¡El terror del viejo debía ser inmenso! ¡Y momento a momento, repito, el ruido aumentaba! ¿Me van comprendiendo ustedes? Les dije que era nervioso y lo soy. Y entonces, a tan altas horas de la noche, en medio del angustioso silencio de aquella vieja casa, un sonido tan extraño como aquél me agitó con un terror incontrolable. Pude aún contenerme durante unos minutos y permanecer inmóvil. ¡Pero el latido resonaba más y más! Pensé que el corazón tendría que estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podría oírlo! ¡La hora del viejo había llegado! Con un fuerte alarido abrí de par en par la linterna y de un brinco entré en la habitación. Él dio un solo grito... sólo uno. En un instante lo arrastré al suelo y volqué el pesado catre sobre él. Entonces sonreí alegremente al ver mi hazaña concluida. Pero durante algunos minutos  el corazón continuó latiendo con un sonido apagado. Sin embargo, esto no me preocupaba ya, porque no podría oírse a través de la pared. Al fin cesó de latir. El viejo había muerto. Quité el catre y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Puse mi mano sobre mi corazón y la mantuve allí largo rato. No había ningún latido. Estaba totalmente muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
            Si todavía piensan que estoy loco dejarán de pensarlo cuando les describa las juiciosas precauciones que tomé para esconder el cadáver. La noche iba pasando y yo trabajaba apresuradamente pero sin ruido. Primero lo descuarticé. Le corté la cabeza, los brazos y las piernas.
            Quité después tres tablas del entarimado de la habitación y lo deposité todo allí. Luego, volví a colocar las tablas tan hábilmente, tan astutamente, que ningún ojo humano, incluso el suyo, podría haber encontrado allí algo anormal. No había nada que lavar, ninguna clase de mancha, ninguna gota de sangre. Fui demasiado cauto para ello. Todo lo recogí en un cubo... ¡ja, ja!
            Al terminar mi trabajo eran las cuatro de la madrugada, tan oscuro aún como a media noche. Cuando la campana del reloj daba las horas, llamaron a la puerta de la calle. Bajé a abrir tranquilamente, porque ¿qué tenía yo ya que temer? Entraron tres señores que muy cortésmente se presentaron como agentes de la policía. Un vecino había oído un grito durante la noche que despertó sospechas de algún delito; éstas fueron comunicadas a la oficina de policía y ellos, los agentes, habían sido encargados de registrar el lugar.
            Sonreí porque... ¿qué tenía que temer? Les di la bienvenida. El grito, expliqué, lo había dado yo en sueños. El viejo, mencioné de paso, estaba en el campo. Recorrí con mis visitantes toda la casa y les rogué que registraran  bien. Al fin los conduje a su habitación. Les mostré sus tesoros que estaban intactos, sin haber sido tocados. Y en el máximo de mi confianza llevé sillas hasta la habitación y les rogué que descansaran allí de las molestias que se habían tomado, mientras yo mismo, en la desmedida audacia de mi completo triunfo, colocaba mi silla sobre el lugar exacto en que descansaba el cadáver de mi víctima.
            Los agentes estaban satisfechos. Mi comportamiento les había convencido. Yo me encontraba muy a gusto. Se sentaron y hablaron sobre cosas generales a las que yo contestaba animadamente. Pero no mucho después empecé a sentir que empalidecía y deseé que se fueran. Me dolía la cabeza y sentía un zumbido en los oídos; pero ellos seguían sentados y continuaban charlando. El zumbido se hizo más perceptible, no cesaba y cada vez era más intenso. Yo hablaba mucho para librarme de aquella sensación, pero el zumbido continuaba, cada vez más claro, hasta que al fin descubrí que el ruido no estaba dentro de mis oídos.
            Sin duda me puse muy pálido, pero continué hablando aceleradamente, con voz muy alta y, sin embargo, el sonido aumentaba. ¿Qué podía hacer? Era un sonido rápido, monótono y ahogado como el de un reloj envuelto en algodones. Respiraba jadeante y los agentes seguían sin oír nada. Hablé más deprisa, con más vehemencia y, a pesar de todo, el ruido aumentaba constantemente. Me levanté y discutí pequeñeces en un tono muy alto y con violentos gestos, pero el ruido seguía creciendo.  ¡Oh, Dios!, ¿por qué no se irían? Medí a grandes pasos la habitación como si me enfureciera que aquellos hombres me observaran, pero el ruido continuaba aumentando. ¡Oh Dios!, ¿qué podría hacer? Lanzaba espumarajos, desvariaba, juraba. Hice girar la silla en la que estuve sentado y la arrastré por el suelo arañando las tablas. Pero el ruido lo dominaba todo y crecía sin cesar. ¡Se hizo más fuerte...más fuerte...más fuerte! Y sin embargo, los hombres hablaban tranquilamente y sonreían. ¿Sería posible que no oyeran nada? ¡Dios Todopoderoso!... ¡No, no! ¡Oían y sospechaban y sabían! ¡Se estaban burlando de mi terror! Lo pensé entonces y aún ahora lo pienso. ¡Pero cualquier cosa era mejor que aquella agonía! ¡Cualquier cosa era preferible a aquella burla! ¡No pude soportar más sus sonrisas hipócritas! ¡Tenía que gritar o moriría!
            --“¡Canallas!”, grité frenético, “¡no disimulen más! ¡Lo confieso todo! ¡Arranquen las tablas!... ¡ahí,ahí!... ¡ése es el latido de su aborrecible corazón!”


    

El príncipe de las mareas, Pat Conroy

Los niños permanecimos inmóviles, fascinados por aquella luna que nuestra madre había hecho surgir de las aguas. Cuando la luna se hizo de la más intensa plata, mi hermana, Savannah, aunque solo contaba tres años, se dirigió en voz alta a mi madre, a Luke y a mí, al río y a la luna:
–¡Oh, mamá! ¡Hazlo otra vez!
Así se formó mi más antiguo recuerdo.
Pasamos los años de nuestro crecimiento maravillándonos ante aquella encantadora mujer que nos recitaba los sueños de las garcillas y de las garzas reales, que podía conjurar lunas y desterrar soles al oeste y a la mañana siguiente convocar un sol recién creado más allá de las rompientes del Atlántico. La ciencia carecía de interés para Lila Wingo, pero la naturaleza era una pasión.
Para describir nuestra infancia en las tierras bajas de Carolina del Sur tendría que llevarte a las marismas en día de primavera, levantar a la garza azul de sus silenciosas tareas, espantar a las gallinetas de la marisma hundiéndonos en el fango hasta las rodillas, abrir una ostra con la navaja y dártela a comer en su propia concha, y decir: “Toma. Este sabor. Éste es el sabor de mi infancia”. (…)
Yo soy patriota de una geografía muy concreta del planeta; hablo de mi tierra religiosamente; me siento orgulloso de su paisaje. Entre el tráfico de las ciudades me muevo cautelosamente; siempre alerta, pues mi corazón pertenece a las marismas. El muchacho que hay en mí sigue atesorando el recuerdo de aquellos días, cuando salía a pescar cangrejos en el río Colleton antes del amanecer, cuando la vida del río me moldeaba gradualmente, en parte niño, en parte sacristán de las mareas.
Una vez, mientras tomábamos el sol en una playa desierta no lejos de Colleton, Savannah nos gritó a Luke y a mí que mirásemos hacia el mar. Voceaba a todo pulmón, señalando un grupo de ballenas surgido del mar en desorientada confusión. Cuarenta ballenas, oscuras y relucientes como el cordobán, pasaron como una oleada a nuestro lado, nos sobrepasaron y, más allá, quedaron encalladas y condenadas a morir sobre la arena.
Durante horas anduvimos de uno a otro lado de los moribundos mamíferos, hablándoles con tono infantil, suplicándoles que regresaran al mar. ¡Éramos tan pequeños, y tan hermosas las ballenas! Vistas de lejos, parecía los negros zapatos de un gigante. Les susurramos, limpiamos de arena sus espiráculos, las remojamos con agua de mar y las exhortamos a vivir en consideración a nosotros. Había salido del mar envueltas en misterio y gloria, y los tres niños les hablamos, de mamífero a mamífero, con los aturdido y lastimeros cánticos de chiquillos aún no familiarizados con la muerte deliberada. A lo largo de todo aquel día permanecimos junto a ellas y tratamos de devolverlas al océano tironeando de sus grandes aletas, hasta que, con el crepúsculo, llegaron el agotamiento y el silencio. Permanecimos junto a ellas mientras iban muriendo una a una. Acariciamos sus enormes cabezas y rezamos cuando las almas de las ballenas abandonaron sus grandes cuerpos negros y se alejaron como fragatas en la noche hacia la inmensidad del mar, donde se sumergieron buscando la luz del mundo.
Cuando, más adelante, hablábamos de nuestra infancia, se nos antojaba mitad elegía y mitad pesadilla. Una vez hubo escrito mi hermana los libros que le hicieron famosa, cuando los periodistas le preguntaban cómo había sido su niñez, se recostaba en el asiento, apartaba el mechón que le caía sobre los ojos, se ponía seria y respondía: “De niña, mis hermanos y yo caminamos sobre los lomos de delfines y ballenas”. No había delfines, por supuesto, pero sí los hubo para mi hermana. Así es como prefería ella recordarlo, como prefería solemnizarlo, como prefería explicarlo.

           


El tesoro de Fermín Minar, de Dimas Mas

                                    ENTRADA VIGÉSIMA

Sinceridad. f. Medicina amarga revestida con la más cruel de las cortesías.// s. No dejar nada por decir.

Querido Fermín:
            ¿Cómo estás? ¿Te has recuperado ya? Acabo de recibir una carta urgente de Mar en la que me cuenta lo que te ha pasado. ¡Menudo susto me he llevado, niño! Y además que tu hermana me lo ha contado de un modo que ya ya...;  parecía que se recreaba en eso de describirte caído, con el cuello torcido, los ojos cerrados, ...¡a lo mejor para meterme el susto en el cuerpo! Y lo ha conseguido, ¡vaya que sí!, porque he ido saltando línea tras línea hasta encontrar donde pusiera que te encontrabas bien.
            Ya con esa tranquilidad, volví a leer su carta para enterarme bien de lo que te había pasado. ¡No te puedes ni imaginar, aunque ya supiera que no había sido nada grave, la angustia con que he ido leyendo lo de tu caída y lo de todas esas horas que has estado sin conocimiento! ¿De verdad que ya estás bien? ¿Y cómo es que tú no has querido decirme nada? (…)
            Lo que también me decía Mar, que el mismo día que te despertaste quisiste regresar a la ciudad con tu padre, me ha dejado muy preocupada: ¿de verdad de verdad que ya estás bien? Mira, niño, que los golpes en la cabeza son muy malos...; aunque si te ha visitado un médico ya te lo habrá dicho. ¡Cuídate mucho, Fermín mío!
            Al parecer, si querías regresar cuanto antes era para no perder ni una sola clase de las que estás recibiendo. ¿Tan fuerte te ha cogido lo de la recuperación? Según Mar estás hecho todo un empollón. ¡No sabes la alegría que me ha dado leer esas noticias sobre tu “fiebre” estudiosa! Eso quiere decir que, si todo te va bien en los exámenes de septiembre, el curso que viene aún podrás seguir en el Insti... ¡Ánimo! Estoy segura de que, te cueste o que te cueste, te vas a salir con la tuya, ¡con la nuestra!, y que vas a obligar a más de uno de esos profes bordes a que se traguen el haberte dado por imposible. ¡Menudo chasco se van a llevar cuando no les quede más remedio que aprobarte!
            Mar también me dice que estás muy cambiado, que no pareces el mismo, y que cuando te vea no te voy a reconocer... La verdad es que no me dice nada nuevo, porque yo ya sabía que cuando a ti te diese la gana de ponerte a estudiar adelantarías una barbaridad; aunque en tus cartas, de momento, no se note mucho... Bueno, entre la primera y la tercera la verdad es que hay ya un verdadero abismo; de todos modos, aún me cuesta mucho entenderlas, porque tienes una letra que ya ya...
            Pero lo que tú quieres saber, ya me lo imagino, es por qué he tardado tanto en escribirte, ¿verdad?
            No es fácil empezar, ni sé muy bien tampoco por dónde hacerlo. En realidad no sé ni siquiera si debería escribirte o no... Casi estaba decidida a esperar hasta que nos viéramos allí. Pero como ya he empezado, ahora no puedo volverme atrás. Si dudaba era porque me asusta un poco escribirte ciertas cosas, luego las leerás, que no estoy muy segura de saber explicar. ¿Y si no me sé explicar? ¿Y si tú no me comprendes bien, o tomas una cosa por otra? ¡A ver quién te convence a ti, entonces, de que si aquí quería decir esto y allí lo otro! Siempre podrías restregarme esta carta por la cara y decir que no hay tu tía, que lo escrito escrito está y que no significa más que lo que significa. (…)
            Ya sé que esto es un poco lioso, pero en el fondo lo único que significa es que tengo miedo: miedo de equivocarme, miedo de no saber explicarme.
            Vaya por delante, Fermín, que yo te quiero, que yo te quiero muchísimo, y tú lo sabes. Pero los dos nos hemos dicho siempre también que habíamos de ser siempre sinceros el uno con el otro; que no teníamos que engañarnos, y que si algo cambiaba en alguno, en ti o en mí, nos lo teníamos que decir a las claras. ¡No te anticipes! No te voy a decir que ya no estoy enamorada de ti. Lo estoy, sí; pero lo que no sé  es si lo seguiré estando.
            (…)
            Ya en las últimas ocasiones en las que estuvimos juntos, antes de venirme al pueblo, te darías cuenta de que estaba algo rara. En parte se debía a que no me apetecía separarme de ti tanto tiempo; pero también, y no sabía entonces por qué, porque tenía miedo de que nuestra separación nos pudiera afectar, ya te digo que sin saber de qué modo. Ahora mismo aún sería incapaz de decirte a qué se deben esas dudas que tengo sobre nosotros.
            Yo estaba deseando recibir noticias tuyas. En realidad no hacía sino esperar con ansiedad, cada día, tu primera carta. ¡Y por  fin llegó! No puedo negar que daba saltos de alegría cuando recogí el sobre. Luego corrí a mi habitación para encerrarme y leerla a solas, sin testigos; pero nada más acabar de hacerlo y a pesar de que tus expresiones cariñosas lograron emocionarme, me entró una tristeza que me dejó fatal: te vi como si lo hiciera a través de la ventana de mi cuarto, paseando en compañía de Manglano, y me pareció que no eras tú el mismo Fermín a quien yo quería, o que no sabía en realidad por qué te quería; te vi como a un extraño, y de repente tu carta se me volvió incomprensible, como si no supiera quién ni por qué me escribía...
            Te recuerdo que estoy intentando ser sincera, y te repito que no saques conclusiones apresuradas, porque con eso sólo te harías daño a ti mismo y me lo harías a mí también.
            Tenía la sensación, no sé..., como de verte como a un niño, empequeñecido, inmaduro...; aunque a lo mejor inmaduro no es la palabra. Yo esperaba la carta de un amante, pero había recibido la de un..., no sé cómo decirlo, de verdad..., en todo caso una carta distinta. Tú ya sabes que yo de cursi no tengo un pelo, o sea, que no te hagas a la idea de que esperaba una carta boba que fuera como un poema o tonterías así, no. Quizás esperaba una carta que aún no puedo recibir de ti, una carta en la que me hablases de nuestro futuro, de una aventura común en la vida... ¡Ni yo misma sé de qué hubiera querido que me hablases en esa carta! Lo que sí sé es que la imagen que me representé de ti, en compañía de Manglano, no era la imagen tuya que podía servirme para consolarme por tu ausencia...
            En todo este tiempo he estado pensando mucho en nosotros, en ti, en mí, en nuestras conversaciones, en nuestros paseos, en nuestros..., en fin, ya sabes, y me he dado cuenta de que aparte de gustarnos, porque tú me gustas mucho, casi somos, el uno para el otro, unos desconocidos. Entiéndeme lo que te quiero decir: que no sé qué piensas o dejas de pensar sobre cualquier cosa, porque a ti siempre te ha dado pereza eso de pensar, y mucho más aún opinar, y todo se nos ha ido siempre en no oír yo sino lo mucho que me quieres, porque de ahí no te he logrado sacar nunca...
            (…)
            Antes me he callado que Mar también me ha dicho, en su carta, que tu cambio no tiene sólo que ver con lo de los estudios, sino que tú mismo, en tu modo de ser, habías cambiado una barbaridad. Me decía que ahora hasta la respetabas e incluso que no le extrañaría la posibilidad de acabar llegando a ser amiga tuya... Si lo que me dice es verdad, en vez de cambio, habría que hablar de metamorfosis, porque lo tuyo con tu hermana iba bastante más allá de la simple antipatía. También me ha alegrado leer esa noticia, claro; casi tanto como me ha sorprendido.
            (…)
            Ahora, ya ves, estoy deseando regresar para saber qué Fermín me voy a encontrar... En cierta manera es un estupendo aliciente:¡quién sabe si haré en descubrimiento de mi vida! ¡Igual eres un tesoro que se ha mantenido oculto bajo la indiferencia tuya por todo lo que te rodea, y a lo mejor ahora logro por fin descubrir cuál es tu verdadera personalidad...!
            Tienes que reconocerme, Fermín, que tú no eres una persona a la que se pueda conocer con facilidad... En el fondo, no lo sé, igual es que has tratado siempre de disfrazar tu inseguridad con una postura desafiante..., pero si es ese el caso, ése es también el mejor camino hacia el fracaso...
            Muchas veces me has gastado bromas con mi apellido, y yo te las he reído, pero incluso en eso he pensado durante este mes que llevo aquí. Hasta he llegado a pensar, fíjate tú, que yo tengo alguna responsabilidad, ¡no en llamarme como me llamo, claro!, sino en que yo para ti haya sido un espejo mudo que se complacía incluso con la imagen que en él se reflejaba y la animaba para que siguiera siendo así, para que no cambiara...¡Ojalá en vez de llamarme Espejo me llamara Ventana!, porque así mirarías a través de ella y me verías a mí..., ¡que a lo mejor también tú has de descubrirme a mí!
            Ya sé que me estoy liando, y que también te estoy liando a ti, que quizá no debería haberte dicho nada hasta que nos hubiésemos visto, ¡pero me hubiera sido tan difícil decírtelo de viva voz, cerca de ti, abrazada a ti!
            (…)
            Mar me decía también que ha sido tu profe particular el que te ha hecho cambiar. ¿Es verdad? ¡Muy particular, desde luego, habría de ser ese profe para conseguir que tú no le vieras de entrada como a un enemigo! No digo que no sea así, por supuesto, pero no me hago a la idea de que, obligado como estás ha recibir esas clases, hayas acabado llevándote bien con él...Pero yo de ti me espero cualquier cosa..., ¡buena, claro!
            Aunque no te lo creas, no me lo he pasado muy bien aquí sobre todo porque no he dejado ni un momento de pensar en nosotros y en todas estas cosas de las que te estoy hablando. Claro que he salido, y he ido a bailes, y he hecho excursiones y todo eso, pero lo que tenía dentro, esta confusión constante, me ha impedido disfrutar con libertad.
            Al final, con quien mejor me he llevado, ¡imagina qué casualidad!, ha sido con un primo de Alcaraz, sí, de Casto Alcaraz, uno de tu clase que también era repetidor como tú; ése que te caía tan mal. Este primo suyo es mayor que él, porque ya está en la Universidad, estudiando Psicología. Se llama Gabriel... ¡A que ya estás pensando mal! Pues te cuelas de lo lindo, listo, porque a mí me da la espina que es un poco afeminado, no digo que sea marica, porque no lo sé ni me importa, pero lo cierto es que a mí, por ejemplo, no se me ha insinuado, ni, que yo sepa, a ninguna de las amigas que tengo por aquí... Por mí, ya te digo, puede ser lo que le dé la gana; si te lo menciono es para que no te montes una película de cuernos-ficción...
            Yo he simpatizado con él en seguida, y hemos tenido largas conversaciones, que con él da gusto hablar, de todo, de cualquier cosa... Al principio no me hacía mucho caso. No sé, me vería muy cría aún, o algo así. Pero luego nos dimos cuenta de que nos entendíamos muy bien, y casi siempre acabábamos los dos charla que te charla al margen de los demás. “¡Ni que hubierais comido lengua!”, solían decirnos. Y yo es que, la verdad, no me cansaba de hablar con él. No te preocupes, porque de ti era de lo único que no le hablaba. Con Gabriel, que ya sé que rabias porque te lo diga, pues hablaba de todo: de las películas que hemos visto, de lo que nos parece esta sociedad nuestra, del mundo, de la religión, de la relación con los padres, de nuestras esperanzas para el futuro, de libros, de música, ¡hasta de sueños!, ¡qué sé yo!, de todo, ya te digo. Y lo que más me gusta de él es que sabe escuchar y que realmente se interesa por lo que le estás contando, aunque a mí a veces me daba la impresión de que yo no decía sino tonterías...
            En fin, que hay un abismo entre tratar con él y tratar, por ejemplo, con muchos de esos bestias del Insti, que van de pavos machotes por la vida, como si el mundo se acabara en las motos, el deporte, los músculos, la cerveza, el dinero (…)           
Como estudia Psicología, yo trataba de sonsacarle para que me explicara cómo se puede conocer a las personas, pero él nunca quería hablar de ello. Le daba corte, decía, porque estaba empezando y no quería confundirme, ni tampoco le agradaba eso de pasar por “enteradillo”. Me ha dicho que sin dudad se aprende más psicología, y a conocer mejor a los demás, leyendo novelas, viendo películas, o simplemente hablando con los amigos, por ejemplo...; y que todo consiste en saber ser receptivos, en estar abiertos a lo que nos llega de fuera.
            Bueno, no quiero aburrirte, ¡ni encelarte!, con esta historia de lo único interesante que he vivido desde que llegué aquí. Pero me parece que este verano, a pesar de todo,  lo recordaré siempre porque, por primera vez en mi vida, creo que he logrado hacer un amigo. ¡Claro que a ti no te incluyo,  tonto! Lo tuyo y lo mío es muy distinto. Dicen que es imposible que haya esa relación de amistad entre dos personas de distinto sexo, pero después de haber conocido a Gabriel creo que es más que posible. Lo que me gustaría, en realidad,  es que tú también lo conocieras, aunque no sé yo si tú... ¡Pues que seguro que estás leyendo estas líneas con la boca torcida, el ceño fruncido y dando algún que otro bufido de gato asustado, o peleón...!¡Y ya sabes cómo me gusta a mí esa carita de gato enfurruñado que se te pone a veces!
            Antes de ponerme a escribirte estuve dudando si hacerlo o si llamarte por teléfono, que fue mi primera intención. Si te hubiera llamado, no te habría contado todo lo que ahora te he dicho, claro, y en el fondo lo que deseaba era contártelo; por eso, aunque tardara más la carta, me decidí a escribirte. Incluso ahora, que ya estoy acabando, aún no sé si romperla y bajar a llamarte. En cierto modo tenía miedo de hablar contigo, miedo de que me notaras extraña y de que, por ser una conferencia, no tuviera tiempo para explicarme como ahora lo he hecho. Estoy segura de que me comprenderás, ¿verdad?, quizá no sea miedo la palabra, ¿te acuerdas de lo que te dije a principio de la carta?, pero ésa es la que me ha salido. Espero que tú no te quedes sólo en mis palabras, sino que vayas más allá de ellas, hacia lo que en realidad te he querido decir desde que la empecé, porque en aquel comienzo estaba ya este final, querido Fermín.
            Tu Lloli.


Instantes, Jorge Luis Borges


Si pudiera vivir nuevamente mi vida.
En la próxima trataría de cometer más errores.
No intentaría ser más perfecto, me relajaría más.
Sería más tonto de lo que he sido, de hecho
tomaría muy pocas cosas con seriedad.
Sería menos higiénico.
Correría más riesgos, haría más viajes, contemplaría
más atardeceres, subiría más montañas, nadaría más ríos.
Iría a más lugares adonde nunca he ido, comería
más helados y menos habas, tendría más problemas
reales y menos imaginarios.

Yo fui una de esas personas que vivió sensata y prolíficamente
cada minuto de su vida; claro que tuve momentos de alegría.

Pero si pudiera volver atrás trataría de tener
solamente buenos momentos.

Por si no lo saben, de eso está hecha la vida, sólo de momentos;
no te pierdas el ahora.

Yo era uno de esos  que nunca iban a ninguna parte sin un
termómetro,
una bolsa de agua caliente, un paraguas y un paracaídas;
si pudiera volver a vivir, viajaría más liviano.

Si pudiera volver a vivir comenzaría a andar descalzo a principios
de la primavera y seguiría así hasta concluir el otoño.

Y jugaría con más niños, si tuviera otra vez a vida por delante.
Pero ya ven, tengo 85 años y sé que me estoy muriendo.

La cosaJuan José Millás


De pequeño tuve una caja de zapatos que llegó a ser mi juguete preferido, entre otras cosas porque no tenía otro. Pero envejeció más deprisa que los zapatos que había llevado dentro, de manera que a mi caja se le cayó un día la primera a y se quedó en una cja, que así, a primera vista, parece un juguete yugoslavo. Busqué entre las herramientas de mi padre una a de repuesto, pero no había ninguna y tuve que sustituirla por una o. De este modo, sin transición, tuve que olvidar la caja para hacerme cargo de una coja, lo que es tan duro como pasar directamente de la niñez a los  asuntos.
            Jugué mucho con aquella caja, todavía la recuerdo, pero se fue haciendo mayor también y un día se le cayó la jota. Hay quien piensa que las vocales se estropean antes que las consonantes, pero yo creo que vienen a durar más o menos lo mismo. El caso es que tampoco encontré entre los tornillos de mi padre una jota en buen uso, así que la sustituí por una pe que estaba prácticamente sin estrenar. La coloqué en el lugar de la jota y me salió una copa estupenda, con la que he bebido de todo hasta ayer mismo, que se me cayó al suelo y se rompió.
            A decir verdad, se rompió justamente por la pe, y como es muy antigua no he encontrado en ninguna ferretería una igual. Ayer fui a casa de mis padres, y después de mucho rebuscar en el trastero di con una ese que no desentona con el conjunto. O sea, que ahora tengo una cosa, pero no sé qué hacer con ella. La caja, la coja y la copa eran muy útiles para guardar secretos, jugar o emborracharse. Pero la cosa me da miedo; además, la escondí en el bolsillo interior de la chaqueta, de manera que desde ayer tengo una cosa aquí, en el pecho, que me llena de angustia. Lo peor de todo es que, como no sé qué es, tampoco sé cómo se rompe.
            Qué vida, ¿no?


La máquina maravillosa,  Elvira Menéndez

La sorpresa asomó al rostro de los cuatro chicos.
—¿Has conseguido inventar una máquina para entretener a los padres? -preguntó Sara con ansiedad.
—Sí.
—¿De verdad -Pablo no acababa de creerlo.
—¿Qué es? -preguntó David.
—Una televisión -dijo el anciano como si acabara de revelar un gran secreto.
—¿Una televisión...? ¡Hace años que está inventada! -exclamaron los cuatro con desprecio.
—No, os equivocáis. No es una tele vulgar. Es algo más ingenioso, muy simple, pero más ingenioso. No sé cómo no se me había ocurrido antes. Este nuevo cacharro va conectado al pensamiento y cada uno verá lo que desee ver.
—No lo entiendo -dijo David.
—Es muy sencillo. Si tú quieres ver una película, verás una película; pero al mismo tiempo, si el que está a tu derecha desea ver dibujos animados, verá dibujos animados, y el que esté a tu izquierda contemplará un programa científico si le apetece.
—¿En el mismo televisor?
—Naturalmente. El aparato, digo, va conectado al pensamiento. Basta desearlo para que cambie de programa.
—¡Fantástico! —-exclamaron todos.
—Ejem..., original nada más. Aprovechando un invento antiguo he logrado una máquina maravillosa; con ella nadie será capaz de aburrirse.
—¡Nosotros también queremos una! -prorrumpieron los chavales alborozados.
—¡No, no y no! -gritó el inventor alarmado-.¿No os dais cuenta de que esa máquina no sólo entretendrá a los padres sino también a todo aquel que esté a su lado?¡Es una pérdida de tiempo absoluta! ¡Vosotros tenéis otras cosas que hacer y que aprender! Los niños no debéis mirarla jamás, o mi esfuerzo habrá sido inútil.
La cara del anciano estaba roja de ira e insistió enfurecido:
—¡Jurad! ¡Jurad que nunca la contemplaréis!
Los niños, asustados, juraron uno a uno no tumbarse jamás delante de aquella máquina fascinante que absorbía los pensamientos.
—Necesitaremos de momento cuatro aparatos –susurró Elena, preocupada por el ataque repentino de mal humor del anciano -. Uno por cada casa.
—Por supuesto. No tenéis que preocuparos de eso –contestó Bonifacio guiñándole un ojo. De nuevo volvía a ser el de siempre -.Está todo previsto. Mañana mismo informaré a las autoridades de este nuevo invento y ya veréis como dentro de pocas semanas se habrán fabricado millones de televisores maravillosos, claro, como les conviene... Y en breve, todos los habitantes de este planeta tendrán uno en su hogar. Pero insisto, vosotros no debéis tumbaros ante ninguna de esas máquinas.
—No te preocupes –contestó Sara asumiendo la voz del grupo -.Gracias por tu ayuda. Toma –dijo sacando un libro amarillento de su bolsillo trasero-. Éste es el cuento del que te hablamos el otro día. Es para ti para siempre. Mi abuelo dijo que me daría este tesoro cuando fuera mayor, pero como no va a notar su falta, te lo regalo.
El anciano lo manoseó con emoción. Le temblaban las manos y, de cerca, podía verse cómo se le humedecían los ojos.
—No puedo consentirlo –dijo mirándolo amorosamente-. Tú no imaginas lo que vale. Deben de quedar muy pocos libros en el mundo; este cuento es un ejemplar único...
—Tú le das más valor que nosotros. Quédatelo. Es tu pasado, tu infancia.
—No, no merece la pena. Soy demasiado viejo. Prefiero que me lo prestéis... Con los años sabréis apreciar su valor... También será vuestra infancia.
—Nuestra infancia serás tú –contestó Elena conmovida.
—Queríamos agradecerte tu ayuda –insistió Sara.
—No es preciso que sea con algo tan valioso...
—¿Qué otra cosa te gustaría?
—Pues..., nunca tuve hijos... Hace muchísimo que nadie me ha dado un beso –sus mejillas enrojecieron-. ¡Bah! Estoy diciendo tonterías. Ya soy demasiado viejo para esas cosas... Perdonadme... A nadie le gusta besar a los viejos. Lo encuentro natural.










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