Cazadores-recolectores en la selva digital
¿Están los medios de comunicación contemporáneos modificando la manera
como pensamos? ¿Qué efectos tienen la Web, Twitter, Facebook, los teléfonos
celulares, etcétera, sobre las mentes, no solo de los más jóvenes, que son sus
mayores usuarios, sino también del universo adulto? ¿Avanzamos hacia un
pensamiento episódico, fragmentario, no hilado por la secuencia sino por la
conexión? Nicolas Carr, escritor de ciencia ficción, apoyado en estudios
científicos y en su propia experiencia, dice en su reciente libro The Shallows que los nuevos medios no
están cambiando solamente nuestros hábitos sino también nuestro cerebro. Cuenta
que él ya no piensa como solía pensar. Se pone nervioso frente a la lectura de
un texto largo, porque su mente le exige ahora, luego de muchos años de usar
Internet, el estilo de alimentación que le ofrece la red digital. Carr, que es
un tecnófilo y no un tecnófobo, dice que estamos evolucionando de ser cultivadores
del conocimiento personal a ser cazadores-recolectores en la selva digital.
En todo caso, es evidente que está ocurriendo un
cambio en el modo como se le presta atención al mundo. Es más difícil hoy que
antes, para jóvenes y adultos, concentrarse a fondo en un texto, escuchar una
larga sinfonía, sostener un pensamiento, o habitar alguna experiencia única por
un tiempo prolongado. Va disminuyendo, de a poco, la capacidad de prestar
atención profunda a una sola cosa y crece, en cambio una atención fragmentaria,
multidireccional y multitarea. Este nuevo modo de atención es, por su modalidad
saltarina, una forma de distracción. Descrema la superficie de las cosas y de
los acontecimientos, sin adentrarse en ellos. Es una atención que siente que
está perdiéndose algo en alguna otra parte, una sensación de bulimia ante el
exceso ofrecido, ante tanto plato servido, que le impide detenerse a disfrutar
alguno en particular. Los nuevos medios tienen la facultad de generar una
ansiedad (lo sabe cualquiera que haya olvidado algún día su celular) que ellos
mismos se encargan luego de reconfortar.
¿Por
qué nos vemos inclinados hacia esta nueva forma de interactuar con el mundo?
Por un lado, se va modelando un universo atractivo, por su falta de linealidad,
por su simultaneidad de puntos de vista, por su narrativa hipertextual, por su
capacidad de acercar súbitamente realidades alejadas entre sí, por su
potenciación de lo inesperado. A la vez, el diseño de esta forma de atención
neutraliza algunos fantasmas. Porque las nuevas tecnologías, por su ubicuidad e
instantaneidad, generan la ilusión de abolir el espacio y el tiempo. Ofrecen
una percepción de presente continuo, en
la que el tiempo pasa sin deterioro, generan la ilusión de una especialidad
continua, no expuesta a los hiatos de la soledad. En todo caso ya Mcluhan
pensaba que los medios de comunicación eran extensiones o prótesis de alguna
facultad mental o física del ser humano. Así, las actuales redes son una
prolongación de nuestro sistema nervioso
central. Pero, a su vez, puede que el hombre se esté convirtiendo de a poco en
una prótesis de los medios mismos, en una extensión de las facultades y estilos
de su propia creatura.
por Enrique Valiente Noailles
El eterno retorno
Por Nora Bär
Con los villancicos navideños del ya mítico año
200 aún sonando en nuestros oídos, los festivales de fuegos artificiales que
iluminaron los cielos del mundo como saludo al nuevo milenio todavía grabados
en la retina y los anuncios de Reyes invitándonos a comprar desde pelotas de
fútbol hasta tablas de windsurf, los humanos del recién estrenado siglo XXI ya
podemos entregarnos -¿por qué no?- a uno de nuestros deportes favoritos:
imaginar cómo será el mundo en el amanecer de nuestro nuevo horizonte, el 2100.
En materia de predicciones, no nos vamos a andar
con chiquitas: como destaca Peter Mc Grath en Newsweek, hay quienes auguran que en esos tiempos los implante
electrónicos serán un procedimiento de rutina, de tal forma que nos
transformaremos en una especie de híbrido por la cantidad de partes
manufacturadas que se nos incorporarán, desde circuitos neurológicos hasta
chips que nos permitirán comunicarnos con nuestras computadoras sin el teclado.
También se anticipa que para ese entonces los
avances en ingeniería genética y nanotecnología (la ciencia que permite
manipular la materia a escalas ultrapequeñas de millonésimas de milímetro)
seguramente nos permitirán descubrir terapias para muchas enfermedades hoy
incurables, pero también crear nuevas especies vegetales o nuevos virus.
Gracias a sustitutos de silicio, las
computadoras biológicas (en las que el ADN, por ejemplo, podría utilizarse como
medio de procesamiento) o las cuánticas, basadas en los extraños
comportamientos del mundo subatómico, podrían ser un millón de veces más
rápidas que las máquinas de hoy o, dicho de otro modo, llevará apenas una hora
y media hacer una operación que hoy llevaría toda la vida.
La verdad es que, teniendo en cuenta la
aceleración tecnológica actual, mirar dentro de la bola de cristal se hace cada
día más difícil. Entre otras cosas, porque la rapidez con que esos cambios
alterarán nuestras vidas, mil veces más veloz que los cambios de nuestras
instituciones sociales, revelará con intensidad equivalente la incandescencia
de interrogantes que requerirán nuevas respuestas, por ejemplo, ¿qué significa
ser humano? Pero si el futuro es inquietante, no caigamos en el ataque de
nervios: por suerte (o por desgracia) las predicciones futuristas pocas veces
se cumplen. Basta pensar en HAL, la computadora del film “2001, odisea del
espacio”, que enloquecía abrumada por el peso de un secreto. En el verdadero
2001, las computadoras distan mucho de poseer conciencia y todavía no hay fecha
de partida prevista para los viajes tripulados a Marte.
Eso sí, más allá de los cambios, hay algo que
fue, es y seguirá siendo cierto. Como advertían hace 20 siglos los antiguos
latinos, carpe diem, qui tempus fugit (aprovecha el día,
porque el tiempo huye)
Copyrigh © 2001 La Nación
Idea de ciencia
La idea que tiene el ciudadano medio de qué es la ciencia está plagada de malos
entendidos. Pensar, por ejemplo, que cuando se dice “Alemania tiene ciencia” se
está diciendo “todos y cada uno de los alemanes tienen ciencia” es uno de
ellos. Cuando en una conferencia afirmo que “Estados Unidos y Alemania tienen ciencia” invariablemente me tratan de refutar
señalando que sí, pero que el primero tiene hordas de sectas lunáticos, y que
el segundo contó con suficientes chiflados como los que causaron la pesadilla
nazi. Aclaremos: si digo que en Argentina hay buen teatro y buena odontología,
no quiero decir que todos seamos dentistas o actores. Lo que sí quiero decir,
es que en caso de quererlo, los argentinos tienen excelentes especialistas en
esas áreas.
El oscurantista vive esperando que el edificio de la ciencia se venga
abajo, así él puede continuar con sus antiguallas mentales. Aunque escribe en
procesadores de palabras cuyos chips fueron desarrollados por medio de una
física que tiene incorporada la mecánica cuántica, y continúa curándose con
medicamentos concebidos y sintetizados de acuerdo a la química más avanzada.
Piensa que “la ciencia no ha cumplido sus promesas”, cuando la ciencia no tiene
una estructura que la capacite para prometer un futuro particular. Es cierto
que los científicos (no la ciencia) hacen (muchas) promesas cuando solicitan
dinero para explorar el espacio o para investigar una enzima y su papel en la
hipertensión. Mas éstas son esperanzas –no promesas- basadas en descubrimientos
previos, en propiedades conocidas. Sospecho que el porcentaje de parejas que se
casa cuando están enamoradas, pero que más tarde se divorcian, es más elevado
que el de los proyectos científicos que no llegan a cumplir las metas deseadas.
De hecho, la ciencia, es la forma de predecir más eficaz con que contamos hoy
en día, sus logros son tan impresionantes, que la gente, acostumbrada a pensar
de manera no científica, y de creer en dioses todopoderosos, le ha atribuido un
carácter mesiánico. Algunos sociólogos actúan como si, en el siglo XIX, algún
genio hubiera hecho promesas en nombre de las generaciones futuras y que los
científicos de la actualidad estuvieran obligados a implementar. Si en realidad
la gente estuviera acostumbrada a hacer tales comparaciones entre promesas y
logros, la religión y la política se habrían extinguido hace mucho tiempo.
Suele decirse: “La ciencia carece de ética y de valores”. Uno podría simplemente encogerse de
hombros, pero como dice el filósofo Nicanor Ursúa, “la ciencia podrá carecer de
norma éticas, pero existe en la mente de los científicos y éstos son seres
humanos que deben tener valores”. Cuando una comunidad de científicos rechaza a
un colega que miente como parte de su lucha por alcanzar poder, prestigio o
ingresos personales, o bien hace trampa debido a que es incapaz de entregar lo
que ha prometido en su solicitud de financiamiento y, en consecuencia, su cargo
y su futuro están en peligro, la comunidad no lo censura tanto por razones
morales, sino porque la ciencia es un saber sistemático y apoyarse en mentiras
causa una pérdida de tiempo, esfuerzo y dinero demasiado grandes. Más aún,
aunque la ciencia carece de verdades absolutas y valores éticos, sí mejora los nuestros,
pues acostumbra exigir pruebas y razones, va demoliendo las posiciones de
quienes dividen a los pueblos en clases, afirman que la mujer y los negros son
inferiores o que los niños son locos en miniatura.
La ciencia está reocupada con lo que deseamos introducir en su creciente
cuerpo de conocimientos y no con lo que permanece fuera. Afirma: “2 + 2= 4” , pero no agrega “y aquellos
que creen que es 9 están equivocados”. La ciencia demuestra que la Tierra gira
en una órbita alrededor del Sol, pero no lucha contra quienes piensen que está
apoyada sobre cuatro elefantes gigantes. La ciencia no desacredita las
creencias religiosas de nadie, sino que, al explicar cómo funciona la realidad,
hace más difícil que se acepten modelos mitológicos.
En resumen, se trata de patologías que parecen entre la ciencia y las
maneras de interpretar la realidad. Estos errores dañan debido a que estimulan
prácticas esotéricas, pseudocientíficas y delincuentes, y son tomadas como
alternativas al desarrollo de la ciencia moderna.
CEREIJIDO,
M., La ciencia como calamidad,
Barcelona, Gedisa, 2009
Dos palabras,
Isabel Allende
Tenía el nombre de Belisa Crepusculario, pero no por fe de bautismo o
acierto de su madre, sino porque ella misma lo buscó hasta encontrarlo y se
vistió con él. Su oficio era vender palabras. Recorría el país, desde las regiones
más altas y frías hasta las costas calientes, instalándose en las ferias y en
los mercados, donde montaba cuatro palos con un toldo de lienzo, bajo el cual
se protegía del sol y de la lluvia para atender a su clientela. No necesitaba
pregonar su mercadería, porque de tanto caminar por aquí y por allá, todos la
conocían. Había quienes la aguardaban de un año para otro, y cuando aparecía
por la aldea con su atado bajo el brazo hacía cola frente a su tenderete. Vendía
a precios justos. Por cinco centavos entregaba versos de memoria, por siete
mejoraba la calidad de los sueños, por nueve escribía cartas de enamorados, por
doce inventaba insultos para enemigos irreconciliables. También vendía cuentos,
pero no eran cuentos de fantasía, sino largas historias verdaderas que recitaba
de corrido, sin saltarse nada. Así llevaba las nuevas de un pueblo a otro. La
gente le pagaba por agregar una o dos líneas: nació un niño, murió fulano, se
casaron nuestros hijos, se quemaron las cosechas. En cada lugar se juntaba una
pequeña multitud a su alrededor para oírla cuando comenzaba a hablar y así se
enteraban de las vidas de otros, de los parientes lejanos, de los pormenores de
la Guerra Civil.
A quien le comprara cincuenta centavos, ella le regalaba una palabra secreta para espantar la
melancolía. No era la misma para todos, por supuesto, porque eso habría sido un
engaño colectivo. Cada uno recibía la suya con la certeza de que nadie más la
empleaba para ese fin en el universo y más allá.
Belisa Crepusculario había nacido en una
familia tan mísera, que ni siquiera poseía nombres para llamar a sus hijos.
Vino al mundo y creció en la región más inhóspita, donde algunos años las
lluvias se convierten en avalanchas de agua que se llevan todo, y en otros no
cae ni una gota del cielo, el sol se agranda hasta ocupar el Horizonte entero y
el mundo se convierte en un desierto. Hasta que cumplió doce años no tuvo otra
ocupación ni virtud que sobrevivir al hambre y la fatiga de siglos. Durante una
interminable sequía le tocó enterrar a cuatro hermanos menores y cuando
comprendió que llegaba su turno, decidió echar a andar por las l1anuras en
dirección al mar, a ver si en el viaje lograba burlar a la muerte. La tierra
estaba erosionada, partida en profundas grietas, sembrada de piedras, fósiles
de árboles y de arbustos espinudos, esqueletos le animales blanqueados por el
calor. De vez en cuando tropezaba con familias que, como ella, iban hacia el
sur siguiendo el espejismo del agua. Algunos habían iniciado la marcha llevando
sus pertenencias al hombro o en carretillas, pero apenas podían mover sus
propios huesos y a poco andar debían abandonar sus cosas. Se arrastraban
penosamente, con la piel convertida en cuero de lagarto y sus ojos quemados por
la reverberación de la luz. Belisa los saludaba con un gesto al pasar, pero no
se detenía, porque no podía gastar sus fuerzas en ejercicios de compasión.
Muchos cayeron por el camino, pero ella era tan tozuda que consiguió atravesar
el infierno y arribó por fin a los primeros manantiales, finos hilos de agua,
casi invisibles, que alimentaban una vegetación raquítica, y que más adelante
se convertían en riachuelos y esteros.
Belisa Crepusculario salvó la vida y además descubrió por
casualidad la escritura. Al llegar a una aldea en las proximidades de la costa,
el viento colocó a sus pies una hoja de periódico. Ella tomó aquel papel
amarillo y quebradizo y estuvo largo rato observándolo sin adivinar su uso,
hasta que la curiosidad pudo más que su timidez. Se acercó a un hombre que
lavaba un caballo en el mismo charco turbio donde ella saciara su sed.
--¿Qué es esto?--preguntó.
--La página deportiva del periódico--replicó el hombre sin dar
muestras de asombro ante su ignorancia.
La respuesta dejó atónita a la muchacha, pero no quiso parecer
descarada y se limitó a inquirir el significado de las patitas de mosca
dibujadas sobre el papel.
--Son palabras, niña. Allí dice que Fulgencio Barba noqueó al Nero
Tiznao en el tercer round.
Ese día Belisa Crepusculario se enteró que las palabras andan
sueltas sin dueño y cualquiera con un poco de maña puede apoderárselas para
comerciar con ellas. Consideró su situación y concluyó que aparte de
prostituirse o emplearse como sirvienta en las cocinas de los ricos, eran pocas
las ocupaciones que podía desempeñar. Vender palabras le pareció una
alternativa decente. A partir de ese momento ejerció esa profesión y nunca le
interesó otra. Al principio ofrecía su mercancía sin sospechar que las palabras
podían también escribirse fuera de los periódicos. Cuando lo supo calculó las
infinitas proyecciones de su negocio, con sus ahorros le pagó veinte pesos a un
cura para que le enseñara a leer y escribir y con los tres que le sobraron se
compró un diccionario. Lo revisó desde la
A hasta la Z
y luego lo lanzó al mar, porque no era su intención estafar a los clientes con
palabras envasadas.
Varios años después, en una mañana de agosto, se encontraba Belisa
Crepusculario en el centro de una plaza, sentada bajo su toldo vendiendo
argumentos de justicia a un viejo que solicitaba su pensión desde hacía
diecisiete años. Era día de mercado y había mucho bullicio a su alrededor. Se
escucharon de pronto galopes y gritos, ella levantó los ojos de la escritura y
vio primero una nube de polvo y enseguida un grupo de jinetes que irrumpió en
el lugar. Se trataba de los hombres del Coronel, que venían al mando del
Mulato, un gigante conocido en toda la zona por la rapidez de su cuchillo y la
lealtad hacia su jefe. Ambos, el Coronel y el Mulato, habían pasado sus vidas
ocupados en la Guerra Civil
y sus nombres estaban irremisiblemente unidos al estropicio y la calamidad. Los
guerreros entraron al pueblo como un rebaño en estampida, envueltos en ruido,
bañados de sudor y dejando a su paso un espanto de huracán. Salieron volando
las gallinas, dispararon a perderse los perros, corrieron las mujeres con sus
hijos y no quedó en el sitio del mercado otra alma viviente que Belisa
Crepusculario, quien no había visto jamás al Mulato y por lo mismo le extrañó
que se dirigiera a ella.
--A ti te busco--le gritó señalándola con su látigo enrollado y
antes que terminara de decirlo, dos hombres cayeron encima de la mujer
atropellando el toldo y rompiendo el tintero, la ataron de pies y manos y la
colocaron atravesada como un bulto de marinero sobre la grupa de la bestia del
Mulato. Emprendieron galope en dirección a las colinas.
Horas más tarde, cuando Belisa Crepusculario estaba a punto de
morir con el corazón convertido en arena por las sacudidas del caballo, sintió
que se detenían y cuatro manos poderosas la depositaban en tierra. Intentó
ponerse de pie y levantar la cabeza con dignidad, pero le fallaron las fuerzas
y se desplomó con un suspiro, hundiéndose en un sueño ofuscado. Despertó varias
horas después con el murmullo de la noche en el campo, pero no tuvo tiempo de
descifrar esos sonidos, porque al abrir los ojos se encontró ante la mirada
impaciente del Mulato, arrodillado a su lado.
--Por fin despiertas, mujer--dijo alcanzándole su cantimplora para
que bebiera un sorbo de
aguardiente con pólvora y acabara de recuperar la vida.
Ella
quiso saber la causa de tanto maltrato y él le explicó que el Coronel
necesitaba sus servicios. Le permitió mojarse la cara y enseguida la llevó a un
extremo del campamento, donde el hombre más temido del país reposaba en una
hamaca colgada entre dos árboles. Ella no pudo verle el rostro, porque tenía
encima la sombra incierta del follaje y la sombra imborrable de muchos años
viviendo como un bandido, pero imaginó que debía ser de expresión perdularia si
su gigantesco ayudante se dirigía a él con tanta humildad. Le sorprendió su
voz, suave y bien modulada como la de un profesor.
--¿Eres la que vende palabras?--preguntó.
--Para servirte--balbuceó ella oteando en la penumbra para verlo
mejor.
El Coronel se puso de pie y la luz de la antorcha que llevaba el
Mulato le dio de frente. La mujer vio su piel oscura y sus fieros ojos de puma
y supo al punto que estaba frente al hombre más solo de este mundo.
--Quiero ser Presidente—dijo él.
Estaba cansado de recorrer esa tierra maldita en guerras inútiles
y derrotas que ningún subterfugio podía transformar en victorias. Llevaba
muchos años, durmiendo a la intemperie, picado de mosquitos, alimentándose de
iguanas y sopa de culebra, pero esos inconvenientes menores no constituían razón
suficiente para cambiar su destino. Lo que en verdad le fastidiaba era el
terror en los ojos ajenos. Deseaba entrar a los pueblos bajo arcos de triunfo,
entre banderas de colores y flores, que lo aplaudieran y le dieran de regalo
huevos frescos y pan recién horneado. Estaba harto de comprobar cómo a su paso
huían los hombres, abortaban de susto las mujeres y temblaban las criaturas,
por eso había decidido ser Presidente. El Mulato le sugirió que fueran a la
capital y entraran galopando al Palacio para apoderarse del gobierno, tal como
tomaron tantas otras cosas sin pedir permiso, pero al Coronel no le interesaba
convertirse en otro tirano, de ésos ya habían tenido bastantes por allí y,
además, de ese modo no obtendría el afecto de las gentes. Su idea consistía en
ser elegido por votación popular en los comicios de diciembre.
--Para eso necesito hablar como un candidato. ¿Puedes venderme las
palabras para un discurso?--preguntó el Coronel a Belisa Crepusculario.
Ella había aceptado muchos encargos, pero ninguno como ése, sin
embargo no pudo negarse, temiendo que el Mulato le metiera un tiro entre los
ojos o, peor aún, que el Coronel se echara a llorar. Por otra parte, sintió el
impulso de ayudarlo, porque percibió un palpitante calor en su piel, un deseo poderoso
de tocar a ese hombre, de recorrerlo con sus manos, de estrecharlo entre sus
brazos.
Toda la noche y buena parte del día siguiente estuvo Belisa
Crepusculario buscando en su repertorio las palabras apropiadas para un
discurso presidencial, vigilada de cerca por el Mulato, quien no apartaba los
ojos de sus firmes piernas de caminante y sus senos virginales. Descartó las
palabras ásperas y secas, las demasiado floridas, las que estaban desteñidas
por el abuso, las que ofrecían promesas improbables, las carentes de verdad y
las confusas, para quedarse sólo con aquellas capaces de tocar con certeza el
pensamiento de los hombres y la intuición de las mujeres. Haciendo uso de los
conocimientos comprados al cura por veinte pesos, escribió el discurso en una
hoja de papel y luego hizo señas al Mulato para que desatara la cuerda con la
cual la había amarrado por los tobillos a un árbol. La condujeron nuevamente
donde el Coronel y al verlo ella volvió a sentir la misma palpitante ansiedad
del primer encuentro. Le pasó el papel y aguardó, mientras él lo miraba
sujetándolo con la punta de los dedos.
--¿Qué carajo dice aquí?--preguntó por último.
--¿No sabes leer?
--Lo que yo sé hacer es la guerra--replicó él.
Ella leyó en alta voz el discurso. Lo leyó tres veces, para que su
cliente pudiera grabárselo en la memoria. Cuando terminó vio la emoción en los
rostros de los hombres de la tropa que se juntaron para escucharla y notó que
los ojos amarillos del Coronel brillaban de entusiasmo, seguro de que con esas palabras
el sillón presidencial sería suyo.
--Si después de oírlo tres veces los muchachos siguen con la boca
abierta, es que esta vaina sirve, Coronel--aprobó el Mulato.
--¿Cuánto te debo por tu trabajo, mujer?--preguntó el jefe.
--Un peso, Coronel.
--No es caro--dijo é1 abriendo la bolsa que llevaba colgada del
cinturón con los restos del último botín.
--Además tienes derecho a una ñapa. Te corresponden dos palabras
secretas--dijo Belisa Crepusculario.
--¿Cómo es eso?
Ella procedió a explicarle que por cada cincuenta centavos que
pagaba un cliente, le obsequiaba una palabra de uso exclusive. El jefe se
encogió de hombros, pues no tenía ni el menor interés en la oferta, pero no
quiso ser descortés con quien lo había servido tan bien. Ella se aproximó sin
prisa al taburete de suela donde é1 estaba sentado y se inclinó para entregarle
su regalo. Entonces el hombre sintió el olor de animal montuno que se
desprendía de esa mujer, el calor de incendio que irradiaban sus caderas, el
roce terrible de sus cabellos, el aliento de yerbabuena susurrando en su oreja
las dos palabras secretas a las cuales tenía derecho.
--Son tuyas, Coronel--dijo ella al retirarse--. Puedes emplearlas
cuanto quieras.
El Mulato acompañó a Belisa hasta el borde del camino, sin dejar de
mirarla con ojos suplicantes de perro perdido, pero cuando estiró la mano para
tocarla, ella lo detuvo con un chorro de palabras inventadas que tuvieron la
virtud de espantarle el deseo, porque creyó que se trataba de alguna maldición
irrevocable.
En los meses de setiembre, octubre y noviembre el Coronel
pronunció su discurso tantas veces, que de no haber sido hecho con palabras
refulgentes y durables el uso lo habría vuelto ceniza. Recorrió el país en
todas direcciones, entrando a las ciudades con aire triunfal y deteniéndose
también en los pueblos más olvidados, allí, donde sólo el rastro de basura
indicaba la presencia humana, para convencer a los electores que votaran por
é1. Mientras hablaba sobre una tarima al centro de la plaza, el Mulato y sus hombres
repartían caramelos y pintaban su nombre con escarcha dorada en las paredes,
pero nadie prestaba atención a esos recursos de mercader, porque estaban
deslumbrados por la claridad de sus proposiciones y la lucidez poética de sus
argumentos, contagiados de su deseo tremendo de corregir los errores de la
historia y alegres por primera vez en sus vidas. Al terminar la arenga del
candidato, la tropa lanzaba pistoletazos al aire y encendía petardos y cuando
por fin se retiraban, quedaba atrás una estela de esperanza que perduraba
muchos días en el aire, como el recuerdo magnífico de un cometa. Pronto el
Coronel se convirtió en el político más popular. Era un fenómeno nunca visto,
aquel hombre surgido de la guerra civil, lleno de cicatrices y hablando como un
catedrático, cuyo prestigio se regaba por el territorio nacional conmoviendo el
corazón de la patria. La prensa se ocupó de é1. Viajaron de lejos los
periodistas para entrevistarlo y repetir sus frases, y así creció el número de
sus seguidores y de sus enemigos.
--Vamos bien, Coronel--dijo el Mulato al cumplirse doce semanas de
éxito.
Pero el candidato no lo escuchó. Estaba repitiendo sus dos
palabras secretas, como hacía cada vez con mayor frecuencia. Las decía cuando
lo ablandaba la nostalgia, las murmuraba dormido, las llevaba consigo sobre su
caballo, las pensaba antes de pronunciar su célebre discurso y se sorprendía
saboreándolas en sus descuidos. Y en toda ocasión en que esas dos palabras
venían a su mente, evocaba la presencia de Belisa Crepusculario y se le
alborotaban los sentidos con el recuerdo de olor montuno, el calor de incendio,
el roce terrible y el aliento de yerbabuena, hasta que empezó a andar como un
sonámbulo y sus propios hombres comprendieron que se le terminaría la vida
antes de alcanzar el sillón de los presidentes.
--¿Qué es lo que te pasa, Coronel?--le preguntó muchas veces el
Mulato, hasta que por fin un día el jefe no pudo más y le confesó que la culpa
de su ánimo eran esas dos palabras que llevaba clavadas en el vientre.
--Dímelas, a ver si pierden su poder--le pidió su fiel ayudante.
--No te las diré, son sólo mías--replicó el Coronel.
Cansado de ver a su jefe deteriorarse como un condenado a muerte,
el Mulato se echó el fusil al hombro y partió en busca de Belisa Crepusculario.
Siguió sus huellas por toda esa vasta geografía hasta encontrarla en un pueblo
del sur, instalada bajo el toldo de su oficio, contando su rosario de noticias.
Se le plantó delante con las piernas abiertas y el arma empuñada.
--Tú te vienes conmigo--ordenó.
Ella lo estaba esperando. Recogió su tintero, plegó el lienzo de
su tenderete, se echó el chal sobre los hombros y en silencio trepó al anca del
caballo. No cruzaron ni un gesto en todo el camino, porque al Mulato el deseo
por ella se le había convertido en rabia y sólo el miedo que le inspiraba su
lengua le impedía destrozarla a latigazos. Tampoco esta dispuesto a comentarle
que el Coronel andaba alelado, y que lo que no habían logrado tantos años de
batallas lo había conseguido un encantamiento susurrado al oído. Tres días
después llegaron al campamento y de inmediato condujo a su prisionera hasta el
candidato, delante de toda la tropa.
--Te traje a esta bruja para que le devuelvas sus palabras,
Coronel, y para que ella te devuelva la hombría--dijo apuntando el cañón de su
fusil a la nuca de la mujer.
El Coronel y Belisa Crepusculario se miraron largamente,
midiéndose desde la distancia. Los hombres comprendieron entonces que ya su
jefe no podía deshacerse del hechizo de esas dos palabras endemoniadas, porque
todos pudieron ver los ojos carnívoros del puma tornarse mansos cuando ella
avanzó y le tomó la mano.
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