La historia interminable, Michael
Ende
“Las
pasiones humanas son un misterio, y a los niños les pasa lo mismo que a los
mayores. Los que se dejan llevar por ellas no pueden explicárselas, y los que
no las han vivido no pueden comprenderlas. Hay hombres que se juegan la vida
para subir a una montaña. Nadie, ni siquiera ellos, puede explicar realmente
por qué. Otros se arruinan para conquistar el corazón de una persona que no
quiere saber nada de ellos. Otros se destruyen a sí mismos por no saber
resistir los placeres de la mesa... o de la botella. Algunos pierden cuanto
tienen para ganar en un juego de azar, o lo sacrifican todo a una idea fija que
jamás podrá realizarse. Unos cuantos creen que sólo serán felices en algún
lugar distinto, y recorren el mundo durante toda su vida. Y unos pocos no
descansan hasta que consiguen ser poderosos. En resumen: hay tantas pasiones
distintas como hombres distintos hay.
La
pasión de Bastián Baltasar Bux eran los libros”.
La isla del libro y el día del
tesoro, Juan
Marsé
“… ¡Maldición, estamos rodeados! Así
es imposible leer, hay que saber demasiadas cosas, hay que amueblar la mente de
bidets teóricos, hay que ser experto en demasiadas chorradas –le digo a la
desilusionada estudiante de graves rodillas y afanoso bolígrafo. Se han
empeñado ellos, los malditos tambores de las cátedras y de los institutos, los
avinagrados columnistas de diarios de provincias, los rastreadores de estilos y
figuras de la alfombra, los rebuznos de la crítica trascendente y los cuarenta
años de incultura franquista, en convertir la lectura de un libro en cualquier
cosa menos en un placer, un acto libre y espontáneo, una aventura personal con
la imaginación. ¿Quieres un consejo? Tira por la borda ese cuaderno y ese
bolígrafo y ponte a leer sobre esas rodillas sojuzgadas de estudiante aplicada,
y con ojos infantiles a ser posible, renovada la capacidad de asombro, el
sentido de la vida y la imaginación penetrante, otra vez, “La isla del tesoro”.
Callarán los bobos tambores eruditos y recobrarás el tesoro de leer”.
,
“El Periódico”, 22-04-79.
La razón dominante, Luis Rojas Marcos
Pocos productos de las ciencias sociales y
psicológicas despiertan tanta controversia, encienden tantas pasiones y crean
tanta confusión como el cociente de inteligencia o CI. Esta definición
aritmética consiste en dividir la edad intelectual de la persona entre su edad
cronológica y multiplicar el resultado por 100. A raíz del
descubrimiento de las pruebas de inteligencia a principios de siglo por el
psicólogo francés Alfred Binet, y del invento, en 1912, del fatídico cociente
por su colega alemán William Stern, la exaltación de la individualidad
del ser humano se convirtió en una obsesión irresistible de la psicología. Hoy
el CI es una metáfora, un potente símbolo imbuido* en nuestra cultura
competitiva y narcisista. Aunque ayuda a
diagnosticar ciertos problemas del desarrollo mental en niños, con demasiada
frecuencia es utilizado para justificar el predominio de las elites
intelectuales sobre otros grupos considerados menos valiosos, menos humanos.
En el
excelso templo de las virtudes, la inteligencia académica que mide el CI ha
sido puesta en un lugar mucho más alto del que se merece. Su identificación con
las cualidades más atractivas de la persona es científicamente errónea y
humanamente desafortunada. Un repaso de casos documentados de prodigios, desde
Mozart, Schubert y otros portentos musicales hasta los sabios matemáticos
[...], pasando por genios del ajedrez y calculadoras humanas de increíble
memoria, nos convencen de que estas lumbreras nacen y se hacen. Sus biografías
ilustran el componente innato del intelecto, pero además demuestran que el
entendimiento y la imaginación están condicionados por la educación, las
emociones, las experiencias, las fuerzas sociales y la cultura. Y es que para
superar los desafíos que nos plantea la vida necesitamos dos mentes, una que
piensa y otra que siente. Un cociente de inteligencia alto no garantiza la
prosperidad, ni las relaciones dichosas, ni la paz de espíritu. Los más
inteligentes a menudo son pilotos desastrosos de sus vidas privadas y se hunden
en las turbulencias de sus pasiones. Por el contrario, las personas que están
preparadas emocionalmente tienen ventajas en cualquier aspecto de la vida. Como
en El principito, de Saint- Exupéry, “vemos bien con el corazón, lo más
esencial es invisible a los ojos”.
Nuestro
nicho en la sociedad depende de muchas inteligencias: la inteligencia
emocional, la social, la musical, la artística, la comunicativa, la
inteligencia del sentido del humor y la inteligencia inconsciente que gobierna
la intuición. Gracias a estas aptitudes moderamos nuestros impulsos, regulamos
los sentimientos y evitamos que nos abrume el estrés o interfiera con nuestra
capacidad para razonar o tomar decisiones. Estos talentos también nos ayudan a
captar las reglas informales que gobiernan el éxito en la política de las
organizaciones, a desarrollar el “don de gentes”, a hacer y conservar amigos, y
a reconocer y sentir las circunstancias de los demás, lo que es la esencia de
la empatía.
En mi
opinión, el cociente de inteligencia es un indicador demasiado miópico y
estricto como para ser útil. Me figuro que sus admiradores han sido seducidos
por el paradigma del ordenador como modelo de la mente, olvidando que el
cerebro no es una estructura seca, estéril y fría de silicona, sino una masa
blanda, húmeda y pulsátil que está flotando en un caldo de sustancias
neuroquímicas. En el fondo, el CI es una consecuencia de nuestra manía por
etiquetar y ordenar cuantitativamente a las personas, un ingenio que obedece a
la compulsión ancestral por separar a los buenos de los malos.
Recordemos que nada es más natural que la necesidad de los humanos de reclamar
la superioridad de unos sobre otros.
Lector
anónimo,
Paco Abril, en Por el libro, Everest, 2007
Después de pensármelo mucho, acudí a la reunión de
lectores anónimos que había convocado la biblioteca pública. Cuando me tocó el
turno de hablar, extraje de uno de mis bolsillos el escrito que había estado
preparando toda la tarde para que no se me olvidara nada de lo que deseaba
contar.
Me
sentía intranquilo, torpe y nervioso. El papel se me cayó al suelo. Lo recogí y
lo desdoblé con manos temblorosas. Tras unos momentos de indecisión, leí:
“Mi
nombre no importa, soy un lector anónimo”.
Tuve
que repetir esta frase porque al principio no me salía la voz del cuerpo, y
porque alguien, desde el fondo de la sala, me había pedido por favor que
hablara más alto.
Volví
a empezar recuperando mi energía.
“Mi
nombre no importa, soy un lector anónimo”.
El día que dije en mi casa que me gustaba
leer, mi padre puso el grito en el cielo. Se levantó de golpe de su sillón
preferido y, furibundo, pegó un puñetazo encima de la mesa. La ira le subía
hasta las cejas. Su rostro se incendió Y estoy por asegurar que arrojaba humo
por la cabeza. Parecía un volcán a punto de entrar en erupción.
--¡Pero bueno! –me gritó con voz tremebunda--, ¿cómo
es posible que te guste leer? ¿Me has
visto a mí leer alguna vez? ¿Lee tu madre? ¿Lee tu hermano mayor? No, ¿verdad?
Ninguno de nosotros leemos. ¿Y no estamos todos sanos y fuertes?
Mi
madre fue más suave, aunque su tono también venía cargado de reproches.
--Hijo, ¿por qué lo haces? ¿Por qué lees? –me
preguntó entristecida.
Sin
dejarme responder, mi padre volvió a la carga y continuó despotricando.
--Vamos a ver. Tienes un ordenador, tienes un montón
de video-juegos, te hemos puesto un televisor en tu cuarto y, a pesar de todo
eso, que buenos esfuerzos nos ha costado, el niño caprichoso prefiere leer
libros. ¿Te parece bonito ese vicio?
¿Vicio?
Yo, la verdad, no supe qué responder. Según comprobé
después a escondidas en el diccionario, que también es un libro, un vicio es
una mala costumbre que se repite con frecuencia.
En
aquel momento, más que un vicioso, me sentía igual que un ladrón que acabara de
robar en el Banco de España y hubiera sido pescado in fraganti. Por un instante
me vi rodeado por la policía y por mi amenazadora familia. Todos me señalaban
con dedos acusadores. Hablaban de mí como si hubiera cometido el peor de los
delitos. Un inspector trataba de consolar a mi madre que me miraba compungida,
cual si fuera un caso perdido.
Para
colmo, todavía tenía el botín en la mano, la prueba del delito, esto es, los libros
que acababa de sacar de la biblioteca pública. Mis padres los miraron
horrorizados. Leyeron los títulos con
dificultad, poniendo caras extrañas en las que podía verse, como en un libro
abierto, su asombro, su indignación y su repugnancia.
Y
la cosa no paró en broncas, reprimendas, acusaciones, recriminaciones, gritos y
alaridos.
Tuve que prometerles a mis progenitores, ‘por lo que
más quisiera’, que nunca más volvería a leer libros en casa.
Y se lo prometí seguro de que iba a cumplir esa
promesa.
¡Cuánto
me gustaría compartir este interés, o este vicio, por la lectura con alguien!
Pero mis amigos piensan en esto de la misma manera que mis padres. Además, mis
amigos solo saben hablar de fútbol. Sus conversaciones giran y giran sin parar
alrededor de partidos, jugadores y equipos. No tengo nada contra el fútbol,
solo es que quisiera poder hablar también de otras cosas.
Un día que les insinué haber leído un libro, y
pretendía comentarles cuánto me había gustado, me miraron como si fuera un
apestado, y se alejaron de mí poniendo cara de asco.
--¿Qué pasa, colega, te has vuelto majara? –me
preguntaron afirmando mientras se alejaban a toda prisa.
Y ya desde lejos, uno de ellos me gritó:
--¡Estás como una chota, tío!
He
cumplido mi promesa a rajatabla. Ahora ya no leo en casa. Ahora leo sentado en
un oculto banco del parque y en la biblioteca pública, donde ellos no pueden
verme.
A
veces, cuando me dedico a este vicio, o lo que sea, tengo miedo de que me
descubran, aunque luego me olvido de todo.
Lo
siento por mis padres y por mis amigos, pero a mí me gusta leer, ¿y qué?”.
Metamorfosis, de Maruja Torres
La
mujer salió de su casa, y era una buena mujer. Lo había sido durante toda su
vida. Ese día, sin embargo, una fría determinación le roía las entrañas
mientras avanzaba, el bolso bien sujeto, camino del lugar donde iban a producirse
los hechos.
Por
momentos sentía que le temblaban las
piernas, pero si su cuerpo flaqueaba, su mente no se permitía vacilar. Pensó en
sus hijos. Pensó en su marido, honrado y trabajador, feliz con su fútbol, su tele y su chándal para ir al campo los
fines de semana. Pensó en el equipo necesario para las vacaciones, tan
inminentes ya.
Más
decidida que nunca, atravesó la puerta de los grandes almacenes. El aire
procedente del acondicionador le heló la nuca y serpenteó por un momento entre
sus muslos, y ésa fue la última sensación humana que iba a experimentar en
varias horas.
--¡Reebaaaajaaas!
–rugió
Braceó
hacia la horda que bramaba en el interior. Ya no pensaba en su familia. Como el
cazador, sólo alimentaba un deseo: conseguir la mejor presa; como el sabueso,
únicamente aspiraba a hincar el diente en la carne más tierna. Alargó ambas
manos hacia una combinación de seda sintética rebajada, puesta a mitad de
precio –previamente se había colgado el bolso en bandolera--, y una manada de
tiburones abrió amenazadoramente las fauces frente a ella. La mujer se aferró
con todas sus fuerzas a la prenda. Vio que las manos se le habían vuelto
peludas, sarmentosas y con las uñas muy largas curvadas hacia dentro, pero no
le importó. Arrancó la combinación de entre los colmillos de los escualos y
siguió abriéndose paso entre aullidos.
En
la segunda planta tuvo que despedazarle la carótida a una rinoceronta de
vestido floreado que trataba de apoderarse de una cesta para pic-nic;
en la tercera, se hizo a zarpazos con dos pares de zapatillas de
deportes; en la cuarta fue corrida a cornadas por una panda de búfalas que se
empecinaban en conseguir una cocinita portátil a butano; en la quinta estuvo a
punto de morir picoteada por una nube a avispas venenosas, pero huyó en cuanto
se dio cuenta de que no necesitaba un tresillo.
Cuando
salió a la calle, tardó unos 20 minutos en recuperar su aspecto habitual.
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